Esa tarde lo había decidido, inusualmente me encontré bien vestida y calzada, lo más importante fue que traía puestos unos zapatos lo suficientemente bonitos, incómodos y ruidosos como para que mis pasos se dirigieran serenos hacia su destino. El sonido del tacón acompasándose con el pavimento era lo suficientemente cadente para embelesar a mi siempre fiel nostalgia.
Íbamos nostalgia y yo entretenidas, disfrutando la melancolía del trayecto ritual, la meta era llegar a la librería y coger algún ejemplar que intuyéramos placentero, comprarlo y volver a casa acompañada de un nuevo tomó para el librero.
No sé en que momento el estante que albergaba mis libros se volvió un escaparate de amores perdidos, pero así fue, en algún momento había creado una ceremonia para dar por terminado mis relaciones interpersonales que se sellaba cuando terminaba un texto y lo sembraba en ese librero, panteón expuesto de triplay de muy baja calidad y alto contenido emotivo.
Caminábamos despreocupadas, con la seguridad de quién visita al médico y tan sólo de estar en la recepción esperando a ser atendido ya siente alivio; de alguna manera también había un regocijo mal sano en ese paseo, en esos pequeños tacones de escasos centímetros que acariciaban el suelo y emitían sonidos no tan gráciles.
Despacio, sin ninguna prisa, disfrutando del camino, en varios semáforos me detuve, aunque tenía la posibilidad y el tiempo de pasar, sólo para verlos cambiar de rojo a verde y viceversa, luces que hoy combinan con nuestro mes patrio. Una conductora llego a mirarme con desesperación, no cruzaba cuando podía hacerlo, quizá era preocupación lo que reflejaba su semblante o temor a que cuando la luz cambiara al verde me arrojará al arroyo vehicular e interrumpiera fatalmente su trayecto.
Probablemente llevaba en el rostro tatuada esa sonrisa socarrona de éxtasis masoquista.
Esta vez el ritual había sido engalanado con un par de zapatitos de putita educada, imprimiéndole un aire solemne y una dosis de incomodidad que aderezaban el sentido de perdida con un poco de malestar físico auto infringido, metáfora fenomenológica del deber ser mujer, muy ac doc con el ideal de la praxis romántica introyectada desde la más tierna infancia en nosotras.
Dolor físico focalizado en los píes, porque el cansancio de la caminata ya no era suficiente, había que renovar la ceremonia para conservar la eficacia simbólica, ya que la importancia del ritual radica en el proceso, la importancia de la caminata y mi fetiche por las extremidades inferiores resultaron en una armoniosa sinergia premeditada.
Deseaba que el camino nunca se agotará, tomé el trayecto más largo, y di un par de vueltas innecesarias, quizá dándome tiempo para cambiar de opinión, dándole tiempo para dar alguna señal de-vida, aunque la decisión ya estaba tomada, incluso sabía el ejemplar con el que le incluiría en mi panteón literario.
Llegue directo a los estantes de narrativa iberoamericana, en busca de la legendaria melancolía uruguaya, Horacio Quiroga y sus Cuentos de amor, de locura y de muerte encumbraron el rito, me pareció pertinente, quién sino él, un escritor suicida, de padrastro, esposa e hijos suicidas, el título me pareció por demás pertinente.
Un escritor suicida para la inmolación simbólica que aquella conductora adivino en mi rostro.
Antes de irme husmee en la librería, aferrada al ejemplar, mi libro, nuestro libro, recorrimos la tienda juntos, ahora eramos al menos tres, nostalgia, el texto y yo; más tarde se nos unirían un montón de personajes productos del ingenio del autor.
Me aferraba al libro como si fuese el brazo del mismo Quiroga, y yo estuviese allí al lado de él en sus últimos momentos tratando de impedirle beber el veneno mortal, cianuro.
No quería que la cúspide acabará, pero no había más que hacer, una vez empezado el rito era menester terminar, de lo contrario perdería su eficacia en futuras ocasiones, el sonido del tacón con la madera estaba empezando a resultar menos lastimero que el que se produce con el pavimento y no quería aún darle tregua a los pies.
La transacción monetaria fue rápida e impersonal, la cajera no se percato del suicida que lleva del brazo.
Volvimos a la calle los tres, a recoger los pasos, a ordenar de a poco los pensamientos, la lenta caminata me había dotado del tiempo pertinente para racionalizar aquel rompecabezas sentimental, de templar a aquel manojillo de emociones que me permito ser de vez en cuando.
Repase mis pasos nostálgicos, los mire de cerca y bajo el cielo nublado que pronosticaba lluvias me parecieron más bien melancólicos, empece a percibir con mayor intensidad los resultados de la caminata cuando un piropo, acción sin sentido de ser o existir en el mundo, me deposito de nuevo en el plano de los mortales, estaba sudada y las plantas de los pies vaticinaban ampollas.
Pero aún no deseaba llegar a casa, necesitaba volver a mi habitación con el ritual terminado para dejar de cargar con el signo del sacrificio, para exorcizarle del lecho que alguna vez compartimos, leerlo fue rápido, mis ansías suicidas estaban saciadas y sólo necesitaba concluir el proceso, algo así como pronunciar la palabra de cierre de todas las oraciones judeocristianas, sucedió en un santi-amen.
Llegue a casa, deposite el ataúd en su lugar mortuorio, me descalce y sentí el palpitar de mis extremidades, la sangre fluyendo, el anuncio de futuros cayos, signo indiscutible de los caminos recorridos. Estaba hecho, indiscutiblemente me encontraba lista para una próxima travesía literaria.
*Pd. Por si querían saber, los Zapatitos de Putita Educada son todo aquel calzado que las haga caminar por el mundo, seguras, sintiéndose con la plena capacidad de pensar, reflexionar y tomar las riendas de su vida erótica.
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