Hoy llueve en Puebla, pero la lluvia de hoy es diferente, su sonido acompasado al venir se combina con la brisa y me transporta a Misantla, aquel rinconcito del Totonacapan veracruzno dónde crecí, el sonido de la lluvia cayendo finamente, con constancia, entremezclado con el sonido de las hojas de los árboles suavemente agitadas por la brisa otoñal me traslada en el tiempo y el espacio.
La lluvia cae y moja el aguacate que puedo ver desde los cristales de la puerta, antes de que empezará a llover hasta vi un colibrí, imagínense mi dicha; el olor de la lluvia que se inmola sobre el suelo tibio, deja como estela su aroma vaporoso, y me imaginó allí encuclillada en el marco de la puerta, con edad pre escolar, sin ninguna preocupación, ni ocupación más que ver llover y no salpicarme tanto.
Las casas de Veracruz tienen alero, así se le llama al pedacito de techo que sobre sale desde la ventana y cubre parte de la banqueta, es una especie de cortesía con el transeúnte, le resguarda del sol y la lluvia, algo que me parece sumamente descortés de la ciudad dónde ahora habito es la ausencia de aleros en los techos de las casas, es como si no les importará el vecino y menos los desconocidos que hacen trayectos a pie.
El alero solía resguardarme, salvo cuando el viento no soplaba a mi favor, y mi mamá acababa por exclamar un "niña métase a la casa, que se va a enfermar", yo alérgica a la humedad, el sol, el polvo, el pasto, la vida... terminaba por ser una hija dócil y obediente, pero desde dentro de la casa, que era de lamina de asbesto, seguía escuchando el ritmo de la lluvia y percibiendo el aroma de las gotas incrustadas en la tierra.
Al final de la lluvia, la calle desnuda de pavimento quedaba moteada de charcos, las libélulas, mejor conocidas como caballeros en esa zona, comenzaban a sobrevolar los charquitos, los niños salían a hacer el mandado mientras el agua escampaba, los más cautos brincaban de piedra en piedra para no ensuciarse, y los audaces salían en chanclas sin temor a agarrar sabañones en los píes.
Yo les miraba desde el umbral, ajena a la responsabilidad de ir por el mandado, para eso estaba mi hermano mayor que era arrojado y diestro brincando en las piedras, años de caídas le habían costado adquirir tal habilidad casi circense.
A veces la lluvia volvía y nos acompaña por días, por noches, noches de arrullo y humedad, serena, con su pasividad cubría cual quier vestigio de sol, en mi memoria hay semanas enteras sin un ápice de sol, cubiertas por una pasividad acongojada de una lluvia más bien despreocupada que caía sin prisa, se estacionaba y se tomaba su tiempo para regar con ahínco cada rincón de mi infancia.
Hoy la lluvia moja mi mente, tierra fértil para evocar memorias, me sumerge en la melancolía de una infancia despreocupada, me baña de nostalgia y añoranza de tiempos pasados, bajo el resguardo de aleros lejanos en el tiempo y el espacio. Hoy miro la lluvia desde el cristal que no me permite salpicarme ni olerla, pero aún la percibo y la adivino, distinta, más fría, pero atemperazada como siempre.
y extraño, echo mucho de menos, cómo una maldita desterrada que presiente cerca la muerte, lejos de su patria, lejos de su gente. El vibrar de la lluvia tras del cristal inunda cada poro de mi piel, provocando esta tromba emotiva, dónde el consuelo subterfugio es la epifanía del próximo acto de escapismo.
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