Aún podía recordarlo de pie frente al andén con mis dos pobres maletas, la cantidad justa para que una acompañará a la otra, dos escasas maletas eran todo el equipaje que un año y dos meses me alcanzó para acumular en experiencias. Más tarde una caja de libros me alcanzaría una vez establecida.
Allí estaba con sus ojos llorosos, enreojecidos, sin temor a que le vieran llorar. Y si hubiera aceptado la propuesta rápida, al final debo confesar que la espontaneidad le imprimió un aire honesto, creo que el matrimonio algo tiene de eso, un reflejo rápido del egoísmo ante el temor inminente de la perdida del ser amado.
Ese día lo vi en sus ojos, y aprendí a reconocerlo, a atesorar en mis recuerdos una colección de miradas tristes, desesperadas, ansiosas, expectantes frente al siguiente movimiento que el vértigo suicida de la libertad me impulsaría a dar lejos del compromiso.
El cinco de octubre se hicieron ocho años de que me fui del puerto y allí en el anden doce de la central de ado se quedo, él dejo una fugaz propuesta y yo un entusiasta beso de adiós.
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