La abuelita Pili
Hoy desperté pensando en ella, la necesidad de sentirla cerca me llevó a ponerme una blusa negra con motes blancos, de lunares, siempre lunares que me recuerdan su vestido negro salpicado de machas blancas, ese vestido que nos acompañaba los domingos de vacaciones al malecón por un elote, el ritual empezaba desde temprano con mi hermano y yo demandando ir al parque, el eterno parque ¿A dónde más íbamos a ir en Martínez de la Torre Veracruz al final de los 90?
En la sobremesa después del desayuno empezamos a implorar la salida dominguera, durante la segunda o tercera taza de café negro, si café negro nada de café americano ni anglicismos, el café era negro o con leche y san se acabó, se servía con un pocillo de la olla y se desparramaba durante el trayecto a la taza, se bebía caliente a pesar del calor siempre constante, arriba de los treinta grados, la abuelita Piedad decía que beber café caliente te quitaba el calor, por eso en su casa se bebía todo el tiempo.
-Doña Piedad no le de café negro a los niños- interrumpía mamá - si hija, no te preocupes- acto seguido mi mamá se descuidaba y ¡pum! aparecían los pocillos a medio llenar con café negro como por arte de magia, pero mi madre, al fin madre, siempre bruja secundaba la aparición con un chorrito de leche,el café se pintaba de apoco, luego venía una cucharada de azúcar, darle vueltas con la cuchara despacito para ver cómo poco a poco el líquido se coloreaba mestizo y luego la llamada de atención de papá -niña no le pongas tanto azúcar te va a dar diabetes-.
Mis abuelos tenían diabetes pero muy a pesar de ello los abuelos, especialmente la abuela, jamás abandonaron el gusto de beber coca cola y comer chocolates, gusto que siempre compartió de muy buena gana con sus nietos misantecos, la abuela nos daba dulces y café negro a escondidas, tan insolentes y malcriados nos volvimos bajo su siempre indulgente sombra que al llegar a su casa antes de saludar visitabamos la cocina para ver que chucherías íbamos a engullir durante nuestra estancia, tan osados éramos que mi hermano acercaba una silla a la estufa donde reposaba la olla del café, se encaramaba y con un pocillo nos servía en tazas de plástico mientras desparramaba la mayor parte del contenido por la cocina que era de lámina de zinc.
La lámina de zinc se calentaba a lo largo del día, el sol le daba inclemente y justo cuando empezaba a enfriarse, por allí de las seis de la tarde, la abuela empezaba su ritual de belleza, salir a pasear con nosotros para ella era un lujo, era tan entusiasta como sus nietos; la abuela fue hija de un don cafetalero, alguna vez presidente de Atzalan, la casaron muy joven con el dueño de la tiendita… de raya (ok no, en realidad cuando cuento esa parte de la historia siempre hago esa broma para restarle un poco el pesar de que la casaran muy joven con un hombre que era notoriamente más grande que ella a quien confundían con su papá), luego conoció al abuelo y digamos que tampoco le fue mejor, ella tuvo diez hijos y se la paso lidiando con los problemas de bebida del abuelo, quizá es el caso de muchas mujeres de ese tiempo (pero para mi es importante porque es la historia de mi abuela, es la historia de las mujeres de mi familia, es mi historia), doña Piedad hacía tortillas para vender, lavaba ajeno y hacía malabares con el gasto para alimentar a todos sus hijos.
Claro que después de vivir toda su vida al servicio de otros era un lujo los domingos empezar a alistarse para salir, mirarla era un deleite, me sentaba en el bordo del catre donde dormía con mi abuelito y la observaba descaradamente con su vestido de lunares con cuello blanco, su cabello cano y corto, aún despeinado, aún húmedo de salir de la ducha, tomaba un peine y comenzaba a alisarse los cabellos frente al espejo que venía incluido en el ropero, se hacía la raya al lado y se peinaba el flequillo pulcramente; luego venía el rostro y ponerse polvo en tono natural, verla polvearse mientras se miraba al espejo era hipnótico para mi, podría haber estado en esa esquina del catre viéndola polvearse por años, embelesada la observaba usar su talquera, miraba las arruguitas que surcaban su frente, observaba sus manos con pecas de edad y de sol, pero lo que más me llamaba la atención era la piel curtida que se dejaba ver entre el final del cuello y el pecho, podía apreciar cómo la intemperie había dejado pequeñísimos surcos delineados justo en esa parte de su pecho, era un triángulo de piel curtida por el sol de Veracruz, porque la crema no alcanza cuando la piel habla de las faenas atrasadas y el trabajo de sol a sol.
Del pasado glorioso de cafetales cercanos al Encanto lo único que le quedaba a la abuela era el recuerdo de hacer cubetas y cubetas de tortillas en compañía de sus hermanas, desde la madrugada debían ser las primeras en levantarse, para que los mozos pudieran almorzar tenían que estar las tortillas listas y el café caliente; supongo que desde ese entonces tenía el escote ahumado, tostado por el calor de la lumbre, curtido por las gotas de sudor que encontraron allí su camino para desahogar el esfuerzo físico y refrescarle un poco el pecho. Para acabar de plasmarse por completo en mi memoria la abuela usaba su talquera para espolvorear, resecar su escote y así evitar que el sudor propio del clima cálido húmedo de la región la siguiera erosionando con ese líquido salino que anuncia mares no tan lejanos.
A 13 años de su ausencia suelo buscarla en el espejo, miro esas salpicaduras moteadas cafés que escarchan mi piel, me regodeo en las pequeñas manchas de sol que están comenzando a aparecer en mis manos, frente al espejo acecho mi imagen y observo mi escote buscándola, comienzo a mirar los esbozos del tiempo, a adivinarlos, hace tiempo que tomé la decisión de no usar crema ni bloqueador en ese ínfimo espacio de mi cuerpo que me recuerda a ella.
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