sábado, 11 de noviembre de 2017

Continúas

Breve relato exasperante

Un día antes te recuestas al rededor de las 10 PM llevas una semana aplicando los buenos hábitos de sueño, despiertas a las 6:30 con tiempo suficiente para ducharte y desayunar, calculas el tiempo y te regalas otros cinco minutos más, te levantas para entrar a la ducha, pones esa canción que tanto te gusta en tu teléfono móvil, escuchas las notas y cantas bajo el rocío tibio de la regadera, sales y elijes unos jeans cualquiera, una blusa, zapatos cómodos, cepillas tu cabello y te miras al espejo, te sonríes; luego preparas el desayuno y con calma degustas aquello que preparaste pensando en darte gusto, lavas tus dientes, tomas tus cosas y sales al mundo.

El clima es agradable, definitivamente hoy te levantaste con el píe derecho, caminas con calma para el trabajo, y justo al dar vuelta en la primera esquina te encuentras con el mismo individuo que te has topado en las últimas semanas, con sus dos perros, su mirada de cuasi galán y un par de ojos que pasean por tu cuerpo, te escudriñan, intentas ignorar el asunto, no te va a arruinar el camino nadie, hoy es un día bonito, no vale la pena amargarse por un idiota, continúas tu camino y un par de calles más adelante un tipo recargado en una caseta telefónica te escanea de pies a cabeza, le mantienes la mirada porque no estás dispuesta a desviarla y frenas las palabras que estaban por salir, pero ese pequeño triunfo se esfuma antes de terminar la calle cuando un adulto mayor te piropea, su edad y tu educación pueblerina frenan las groserías que tenías preparadas. 

Continúas tu recorrido con paso firme cuando un fulano en coche te silva a la par que orilla su auto hacia la acera por dónde vas caminando, te asustas, aceleras los pasos en caso de que quiera intentar algo más, estás listas para correr, el tipo se aleja sin más en su auto, adivinas su sonrisa de satisfacción en la distancia, pasado el susto continúas el camino, vas conmocionada, comienzas a sentirte molesta, cruzas la calle y otro nuevo personaje en auto comienza a sonar el claxon y silbar, tu enojo ya es notorio, tus pasos resuenan. Aún no has llegado a tu destino, aunque falta ya poco.

Dos calles más y estarás en un lugar seguro, pero antes debes atravesar un crucero, entonces allí están los limpiaparabrisas que habías encarado hace tres semanas, tres semanas que habías transitado en paz por ese tu paso obligado, cotidiano, usual, cruzas sin mayor percance y justo cuando andas por la otra banqueta comienzan a silbarte desde el camellón, caminas de espaldas levantas el brazo y les enseñas el dedo medio, ¡pinches hombres! dices entre dientes, estás tan enojada que no te importa ir hablando por la calle,  arribas a tu oficina temblando de coraje,era lo que te faltaba, pero el asunto aún no termina, debes volver por un encargo, ida y vuelta los silbidos de los cuatro limpiaparabrisas son constantes, explotas, estallas, te volteas, y de banqueta a camellón les gritas "¡ya cabrones! ¡hijos de su chingada madre! ¡ya, déjenme en paz!", te ignoran, dan media vuelta y se hacen los desentendidos, ellos no hicieron nada malo en cambio  tú eres la loca que esta violando las normas de urbanidad y convivencia gritando obscenidades en vía pública, has dejado de lado tu feminismo y te has puesto a mentar madres como el único recurso que tienes para medio desahogar tu hartazgo e impotencia. 

Llegas a la oficina con ganas de meterte al baño a berrear tu coraje y sorber la humillación, piensas en cavar un agujero y no salir en por lo menos lo que resta del día,  pero no puedes porque hay actividad planeada, tiemblas mientras tratas de templarte y poner atención, sabes que tienes lo ojos algo vidriosos pero no les vas a dar el gusto de ponerte a llorar, porque aun así continúas - continúas - continúas  muy a pesar de todo continúas, hoy te acosaron 9 hombres en un recorrido de seis calles durante un tiempo mínimo de una hora (quizá menos), y tu continuas o la menos eso intentas.  Redactas esta nota para compartir tu rabia mientras te sudan las manos y sientes el estómago revuelto, piensas en todas las otras mujeres que día a día experimentan esta impotencia, coraje, vergüenza, las piensas por cientos, miles, millones, en distintos contextos, a todas horas del día, en la ciudad, el campo, la calle, sus trabajos, la escuela, en distintos idiomas, diversas culturas, tonalidades de piel, piensas que todo esta de la mierda y sin embargo continúas. 



viernes, 10 de noviembre de 2017

La abuelita Pili

Hoy desperté pensando en ella, la necesidad de sentirla cerca me llevó a ponerme una blusa negra con motes blancos, de lunares, siempre lunares que me recuerdan su vestido negro salpicado de machas blancas, ese vestido que nos acompañaba los domingos de vacaciones al malecón por un elote, el ritual empezaba desde temprano con mi hermano y yo demandando ir al parque, el eterno parque ¿A dónde más íbamos a ir en Martínez de la Torre Veracruz al final de los 90?


En la sobremesa después del desayuno empezamos a implorar la salida dominguera,  durante la segunda o tercera taza de café negro, si café negro  nada de café americano ni  anglicismos, el café era negro o con leche y san se acabó, se servía con un pocillo de la olla y se desparramaba durante el trayecto a la taza, se bebía caliente a pesar del calor siempre constante, arriba de los treinta grados, la abuelita Piedad decía que beber café caliente te quitaba el calor, por eso en su casa se bebía todo el tiempo.


-Doña Piedad no le de café negro a los niños- interrumpía mamá - si hija, no te preocupes- acto seguido mi mamá se descuidaba y ¡pum! aparecían los pocillos a medio llenar con café negro como por arte de magia, pero mi madre, al fin madre, siempre bruja secundaba la aparición con un chorrito de leche,el café se pintaba de apoco, luego venía una cucharada de azúcar, darle vueltas con la cuchara despacito para ver cómo poco a poco el líquido se coloreaba mestizo y luego  la llamada de atención de papá -niña no le pongas tanto azúcar te va a dar diabetes-.


Mis abuelos tenían diabetes pero muy a pesar de ello los abuelos, especialmente la abuela, jamás abandonaron el gusto de beber coca cola y comer chocolates, gusto que siempre compartió de muy buena gana con sus nietos misantecos, la abuela nos daba dulces y café negro a escondidas, tan insolentes y malcriados nos volvimos bajo su siempre indulgente sombra que al llegar a su casa antes de saludar visitabamos la cocina para ver que chucherías íbamos a engullir durante nuestra estancia, tan osados éramos que mi hermano acercaba una silla a la estufa donde reposaba la olla del café, se encaramaba y con un pocillo nos servía en tazas de plástico mientras desparramaba la mayor parte del contenido por la cocina que era de lámina de zinc.


La lámina de zinc se calentaba a lo largo del día, el sol le daba inclemente y justo cuando empezaba a enfriarse, por allí de las seis de la tarde, la abuela empezaba su ritual de belleza, salir a pasear con nosotros para ella era un lujo, era tan entusiasta como sus nietos; la abuela fue hija de un don cafetalero, alguna vez presidente de Atzalan, la casaron muy joven con el dueño de la tiendita… de raya (ok no, en realidad cuando cuento esa parte de la historia siempre hago esa broma para restarle un poco el pesar de que la casaran muy joven con un hombre que era notoriamente más grande que ella a quien confundían con su papá),  luego conoció al abuelo y digamos que tampoco le fue mejor, ella tuvo diez hijos y se la paso lidiando con los problemas de bebida del abuelo, quizá es el caso de muchas mujeres de ese tiempo (pero para mi es importante porque es la historia de mi abuela, es la historia de las mujeres de mi familia, es mi historia), doña Piedad hacía tortillas para vender, lavaba ajeno y hacía malabares con el gasto para alimentar a todos sus hijos.


Claro que después de vivir toda su vida al servicio de otros era un lujo los domingos empezar a alistarse para salir, mirarla era un deleite, me sentaba en el bordo del catre donde dormía con mi abuelito y la observaba descaradamente con su vestido de lunares con cuello blanco, su cabello cano y corto, aún despeinado, aún húmedo de salir de la ducha, tomaba un peine y comenzaba a alisarse los cabellos frente al espejo que venía incluido en el ropero, se hacía la raya al lado y se peinaba el flequillo pulcramente; luego venía el rostro y ponerse polvo en tono natural, verla polvearse mientras se miraba al espejo era hipnótico para mi, podría haber estado en esa esquina del catre viéndola polvearse por años, embelesada la observaba usar su talquera, miraba  las arruguitas que surcaban su frente, observaba sus manos con pecas de edad y de sol, pero lo que más me llamaba la atención era la piel curtida que  se dejaba ver entre el final del cuello y el pecho, podía apreciar cómo la intemperie había dejado pequeñísimos surcos delineados justo en esa parte de su pecho, era un triángulo de piel curtida por el sol de Veracruz, porque la crema no alcanza cuando la piel habla de las faenas atrasadas y el trabajo de sol a sol.


Del pasado glorioso de cafetales cercanos al Encanto lo único que le quedaba a la abuela era el recuerdo de hacer cubetas y cubetas de tortillas en compañía de sus hermanas,  desde la madrugada debían ser las primeras en levantarse, para que los mozos pudieran almorzar tenían que estar las tortillas listas y el café caliente; supongo que desde ese entonces tenía el escote ahumado, tostado por el calor de la lumbre,  curtido por las gotas de sudor que encontraron allí su camino para desahogar el esfuerzo físico y refrescarle un poco el pecho. Para acabar de plasmarse por completo en mi memoria la abuela usaba su talquera para espolvorear, resecar su escote y así evitar que el sudor propio del clima cálido húmedo de la región la siguiera erosionando con ese líquido  salino que anuncia mares no tan lejanos.  

A 13 años de su ausencia suelo buscarla en el espejo, miro esas salpicaduras moteadas cafés que escarchan mi piel, me regodeo en las pequeñas manchas de sol que están comenzando a aparecer en mis manos,  frente al espejo acecho mi imagen y observo mi escote  buscándola, comienzo a mirar los esbozos del tiempo, a adivinarlos, hace tiempo que tomé la decisión de no usar crema ni bloqueador en ese ínfimo espacio de mi cuerpo que me recuerda a ella.